La noche se deslizó sobre el pequeño cuarto como un manto silencioso. Afuera, la ciudad se apagaba entre murmullos, y solo el sonido del viento colándose por las rendijas del techo acompañaba a Rous y Caleb en su mundo de penumbra y promesas.Él había llegado tarde, agotado, con el cuerpo cubierto de polvo y el rostro endurecido por el cansancio. Rous, sin embargo, lo recibió con una sonrisa dulce, con esa ternura que lo desarmaba siempre, sin importar cuánto peso llevara encima. Había improvisado una cena con lo poco que quedaba: pan tostado, un poco de frijoles, y café negro, apenas teñido, sin azúcar.Caleb comió en silencio, sin mirarla mucho, como si el pensamiento lo arrastrara hacia otro sitio.Cuando terminó, Rous le tomó las manos y lo obligó a levantar la mirada. —Caleb, mírame —dijo con voz suave pero firme—. No necesito nada más. No quiero que te destruyas pensando en el futuro. Tenemos lo que necesitamos.Él la observó, confundido entre la gratitud y la culpa. —No entiend
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