La noche caía con un silencio extraño sobre la ciudad. Las luces del viejo cuarto iluminaban los estantes, los vasos de plástico sobre la mesa y el reflejo del espejo sobre la puerta, aunque se respiraba pobreza o humildad, Rous mantenía la habitación limpia y ordenada, reluciente y sin olores extraños.
Sentada en una silla, con las piernas cruzadas y llena de nervios Rous pensaba constantemente sobre el paradero de Caleb: —¿Dónde estará? ¿Por qué no me aviso que vendría tarde? ¿Le habrá sucedido algo?
—Vamos, Caleb… —susurró con voz quebrada—, dijiste que volverías antes del anochecer como cada día.
El reloj marcaba veinte y tres horas con quince minutos. Una hora que, sin ella saberlo, coincidía con el instante exacto en que Caleb huía entre la lluvia y los disparos.
Mientras tanto, en la carretera, el Porsche negro seguía avanzando a toda velocidad. El sonido del motor era un rugido salvaje entre el viento. Caleb tenía la camisa empapada y las manos cubiertas de polvo y sangre, aun