Rous lo observó sin parpadear, con una calma tan gélida que parecía desgarrar el aire entre ellos. Su mirada no tembló, no vaciló ni un instante; en esos ojos se mezclaba una tormenta de emociones que Milán intentó descifrar sin éxito: ira contenida, una sombra de miedo que se extinguía, y algo más profundo… una determinación feroz que no pertenecía a la misma mujer que él recordaba.
El silencio que los envolvía era denso, casi tangible. Milán respiró hondo, percibiendo el perfume de Rous, ese aroma que lo había perseguido durante años, esa esencia que solía desarmarlo. Pero esta vez, ella no era la presa. Era la cazadora.
Rous dio un paso hacia él, lo suficiente para invadir su espacio, lo suficiente para que la tensión se convirtiera en un campo de batalla invisible.
Sus labios se curvaron apenas, sin sonrisa, sin dulzura. Solo desafío. —¡Hecho! —dijo con voz firme, cada sílaba afilada como un cuchillo—. Pero escucha bien, Milán… si pierdes, no solo desaparecerás de mi vida. Te borr