Ámbar no se resistió. No hubo sobresalto ni vacilación en ella, simplemente se dejó llevar. Recibió el beso sin oponer la menor objeción, sin detenerse a pensar en el porqué, ni en las consecuencias, ni en lo que significaba ese instante. Su mente, por una vez, se apagó por completo, y solo quedó el cuerpo respondiendo a la calidez de aquel contacto. No sintió culpa ni desconcierto; lo único que experimentó fue una sensación profunda de alivio.Los labios de Raymond se posaron sobre los suyos y ella los acogió sin resistencia, con suavidad, con entrega. No había lugar para preguntas, ni para dudas, ni para juicios. No se preguntó por qué él lo hacía, ni qué lo había impulsado a acercarse de ese modo. Tampoco buscó una explicación para sí misma. Todo análisis quedaba fuera de lugar. En ese instante, solo existía la certeza del presente, el calor compartido, la respiración entre ambos.Raymond, por su parte, tampoco razonó demasiado. No lo guió la lógica ni la prudencia, sino algo más i
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