El salón seguía vibrando con el eco fantasmal de los disparos, pero ahora un silencio más pesado, más siniestro, se había tragado el ruido. El humo de la pólvora flotaba en el aire, denso y acre, como el aliento de una bestia herida. Los guardias, una jauría disciplinada y cruel, rodeaban a Cyrus y a Blair. Ella lo sostenía del brazo, sus dedos aún temblorosos por la adrenalina y el miedo, pero su mirada estaba fija en él, en su rostro pétreo. Él era el único ancla, un faro inquebrantable en la oscuridad del caos. Balmaseda dio un paso al frente, la encarnación misma de la calma asesina. Su traje oscuro, impecable, parecía un sudario a medida, blindado contra el polvo de la violencia que él mismo había desatado. Sus labios dibujaban una sonrisa lenta, venenosa, que no alcanzaba sus ojos. Era el gesto de quien saborea cada milisegundo de la humillación que estaba a punto de infligir. —Has demostrado fuerza, Cyrus —dijo con una voz calmada, casi paternal, un tono que en su boca sonaba
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