Ruben llegó al colegio a recoger a Isaac. El sol de la tarde caía suavemente sobre el estacionamiento, tiñendo de dorado los autos y las aceras. Al detener el motor y bajarse del auto, lo primero que notó fue la silueta de Elio, parado junto a su propio vehículo. Elio estaba recostado con los brazos cruzados sobre el pecho, la mirada fija hacia la puerta principal del colegio, su porte arrogante y distante inconfundible. Rubén lo miró unos segundos, frunció el ceño y después desvió la vista.Los niños empezaron a salir del colegio; sus voces llenaban el aire de risas y carreras. Ruben, un poco alejado de la puerta, buscó entre la multitud la cabecita de Isaac. Elio, por su parte, se mantenía cerca de la salida, impasible.Un momento después, Isaac apareció caminando junto a su hermano menor, de la mano. Los ojos de Rubén se iluminaron al verlos.—¡Isaac! —llamó Ruben, alzando la mano y sonriendo.Elio se tensó al ver el gesto. Frunció el ceño, notando cómo el niño soltaba la mano de s
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