Ruben estaba en su oficina, el escritorio cubierto de papeles y carpetas abiertas. Firmaba los últimos documentos del día, dejando todo listo antes de salir. El reloj de su muñeca marcaba las once y media de la mañana. Recordó la conversación que había tenido con Cristina la noche anterior: ella le había dicho que pasaría por su oficina esa mañana, que necesitaba hablar con él. El pensamiento le provocó un cosquilleo de ansiedad y esperanza. Por un momento, pensó en llamarla para confirmar la visita, pero dejó el teléfono a un lado. No quería presionarla, no ahora que la sentía tan vulnerable.
Se levantó y caminó hasta la ventana panorámica, desde la que se divisaba la gran ciudad. El cielo estaba despejado, el sol iluminaba los edificios y el bullicio abajo era incesante. Ruben apoyó la frente en el cristal y se permitió sentir el peso de la soledad. “¿Por qué tuve que dejarte sola?”, pensó, con amargura. “Si hubiera estado aquí, no te habría permitido volver con ese hombre. Pero tie