Ruben y Aisel entraron a la casa en completo silencio. El ambiente era denso, cargado con la electricidad de lo no dicho. Aisel, con el ceño fruncido y los labios apretados, apenas miró a su padre antes de subir las escaleras rumbo a su habitación. El sonido de sus pasos resonó por el pasillo, cada uno más presuroso que el anterior, hasta que la puerta al final del pasillo se cerró con un golpe sordo.
Ruben se quedó parado en el recibidor, con el abrigo aún colgando de su brazo y el corazón palpitando con una mezcla de impotencia y rabia. Se giró al sentir un movimiento en la sala. Allí, sentada en el sofá de terciopelo gris, estaba Clara. Sostenía una copa de vino tinto entre sus dedos finos, las uñas perfectamente pintadas de rojo oscuro. Su postura era relajada, casi insolente, como si todo le perteneciera, como si no acabara de desatar una tormenta.
Ambos se miraron a los ojos durante varios segundos. La tensión era palpable, tan densa que podría cortarse con un cuchillo. Rubén ap