NAHIANo he dormido. No realmente. Al final, me quedé dormida unos minutos en la madrugada, acurrucada en la alfombra, con la espalda adolorida y los ojos ardientes. El silencio del apartamento se ha convertido en una prisión, una jaula donde mis pensamientos giran como bestias hambrientas. Y ahora, mientras el día se estira sobre el barrio, todo me parece aún más soso, aún más pesado.Me arrastro hasta la cocina. La cafetera sigue ahí, astillada y desgastada, testigo de mis insomnios. Las tazas, rajadas por el tiempo, se acumulan en el fregadero que huele a jabón frío. Preparo café sin pensar, el gesto mecánico, casi desesperado. Trago un sorbo. La amargura me arranca un escalofrío. Amarga. Como yo.Me apoyo en la encimera, los ojos fijos en el azulejo agrietado de la ventana. Afuera, el barrio apenas se despierta. Las persianas chirrían. Un scooter estalla en la esquina de la calle. En un balcón, una anciana sacude una sábana que empieza a volar como una bandera deslucida. Todo es g
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