Nahia
El coche se desliza en un silencio opaco.
Camila aún no dice nada. Fija la mirada en el paisaje que se desdibuja lentamente, con las mandíbulas apretadas, los ojos enrojecidos pero secos.
Yo intento respirar. Pero cada inspiración me quema el pecho, como si el aire mismo estuviera envenenado.
Quisiera hablarle. Decir algo. Cualquier cosa. Pero las palabras están encadenadas en el fondo de mi garganta, sofocadas por el miedo y la vergüenza.
¿Qué se puede decir cuando todo suena falso?
Cuando las palabras se rompen antes de ser siquiera pensadas?
El asfalto pasa bajo los neumáticos.
Cruzamos una zona industrial desierta, cubierta de terrenos baldíos y carrocerías oxidadas.
Luego terrenos vacíos, barridos por un viento cargado de olores a concreto y aceite.
Y luego nada más.
Solo campos abandonados, marchitos bajo un sol abrasador, una carretera que se extiende sin fin hacia el horizonte.
El cielo está vacío, opresivo, como una boca abierta lista para tragár