ElioEl té humea en su taza.Nunca bebo nada caliente al despertar. Prefiero los números helados, las órdenes tajantes, las agendas impecables. Pero hoy, dejo que el líquido ardiente muerda mis labios, solo para recordarme lo que es el dolor controlado.El mayordomo entra, puntualmente. Inclina apenas la cabeza.— Ella está despierta, Señor. Hemos oído movimiento.No giro la cabeza.— Dile que venga.— ¿Para el desayuno, Señor?— Sí, en diez minutos, no más.Se inclina de nuevo y desaparece en un silencio precioso. Así lo he entrenado. Como a todos los demás aquí: pulidos, eficientes, sin emoción. En esta casa, no se sirve. Se obedece.Lo espero.Fijo la silla frente a mí. Vacía.Siempre está vacía.Nueve minutos.Muerdo una tostada sin hambre. Espero durante diez minutos, luego diecisiete minutos, pero ella aún no baja.SofíaEstoy en mi habitación, sumergida en un libro de novela, uno de esos que Elio seguramente no apreciaría: demasiado frívolo, demasiado despreocupado. Pero hoy, n
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