Aventura.La palabra sonó tan vibrante, tan de nuestro pasado, que por un segundo olvidé el juzgado, los abogados y el intento de asesinato, y solo fuimos nosotros dos una vez más.Dalton me guio a una cafetería cercana, antigua y sombría, que dijo que la conocía porque era donde preparaban el café favorito de su hermana y el día anterior se la mostró. Pedimos dos cafés negros y aunque la incomodidad era palpable, más densa que el vapor que se elevaba de nuestras tazas, nos sentamos en un rincón apartado, cerca del ventanal que daba a la calle transitada.La lluvia seguía cayendo, esa vez más fuerte que cuando llegamos, y soplé calor en mis manos para evitar el frío en mis huesos. Él llevaba puesta esa aura de Zúrich: distante, pulida, con un cerebro en una caja de piel. Yo, mi armadura milanesa.Éramos dos extraños que no sabían cómo comenzar a hablar. Eso que era tan fácil entre ambos, ahora se sentía como si nos bajara lava por la garganta. Dalton miró por la ventana y luego a mí,
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