La luz de Milán, filtrada por los ventanales de mi apartamento minimalista, siempre era gris. Me había asegurado de que así fuera y que mostrara parte de lo que tenía por dentro.
El beige del sofá, el blanco inmaculado de las paredes, el orden geométrico de los libros de Historia del Arte y Gestión Cultural; todo estaba dispuesto para la contención. Siete años desde que tiré Yo Robot a la basura y prometí no volver a ser esa niña caótica. Siete años desde que vi por última vez a mi madre.
Alessia murió tres años después de que entré en el internado. Un cáncer silencioso y rápido que acabó con ella en pocos meses. No solo perdí un amor, perdí mi único ancla en la vida. Fue entonces cuando mi padre se aseguró de mi exilio en Milán para estudiar la maestría, dejándome sola con una cuenta bancaria obscenamente grande y el mandato de ser la Lombardi perfecta.
Y lo logré. A mis veintidós, era una experta en restauración de patrimonio y manejo de colecciones privadas. Mi vida era un algoritm