Pasaron varios días de sentirme como un fantasma en la mansión Lombardi, firmando papeles, revisando activos, hablando con el doctor Rossi y enterándome que mi padre se rehusaba a cooperar, a comer e incluso a hablar con el psiquiatra.
Esa mañana me vestí con el uniforme de mi exilio: un traje sastre de lana fría, color azul medianoche. Mis tacones eran de aguja, mi peinado, un moño pulido y perfecto eran la armadura. Tenía que ser la heredera de Marco Lombardi, no la niña que se fue. Era un día importante por papá, pero sobre todo porque quizá lo vería, y cuando pensé en eso los recuerdos feos regresaron: Dalton dejándome fuera de la casa bajo la lluvia, muriéndome por él.
Agité la cabeza y emprendí camino a lo que sería el principio de la dinastía Lombardi levantada por mí. Mi padre ya no tendría relevancia alguna con las empresas o los negocios. Era mi cara la que estaría en todas partes y debía lucir como si tuviera el poder.
Salí de la casa bajo la llovizna, con un paraguas negro