El ambiente en la habitación de la clínica todavía ardía con la tensión del enfrentamiento. Alejandro, detenido por los hombres del tío Mykola, temblaba de rabia y dolor. Mateo, con la nariz sangrante y los puños cerrados, lo miraba en silencio, conteniendo la furia que le hervía por dentro. Clara, en la cama, respiraba agitadamente, con los ojos abiertos de par en par. Su voz había pedido calma, pero nadie la había escuchado. Hasta ahora. Clara reunió fuerzas, se incorporó despacio, y alzó la voz con un temple que sorprendió incluso a los ucranianos presentes. —¡Basta! —exclamó, con un tono cargado de firmeza. Todos giraron hacia ella. Alejandro, con el rostro húmedo de lágrimas, la miró como si lo hubieran desarmado. Mateo dio un paso hacia la cama, pero ella levantó la mano, deteniéndolo también. —He escuchado lo suficiente —dijo Clara, su voz vibrando con ira contenida—. Y voy a hablar ahora, porque esto no puede seguir así. La habitación quedó en silencio, solo interr
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