La noche pesaba en la clínica Santa Regina. En el piso privado, adquirido por el tío de Mateo a fuerza de dinero, el ambiente era solemne: un silencio roto solo por el pitido constante de los monitores y el leve zumbido de las máquinas que mantenían con vida a Clara. Mateo estaba sentado junto a la cama, con las manos entrelazadas a las de su esposa. Tenía el rostro cansado, los ojos enrojecidos de tanto llorar y de no dormir. No se apartaba ni un instante, como si temiera que al soltarla ella pudiera escaparle de nuevo. El tío, de pie a unos pasos, lo observaba con esa mezcla de severidad y compasión que lo caracterizaba. Su porte era imponente: alto, de hombros anchos, los ojos color miel siempre atentos, acompañado por los hombres que había traído consigo. El tío rompió el silencio con voz grave, en ucraniano: —Бачиш? Вона бореться. —¿Lo ves? Ella está luchando. Mateo bajó la vista. Los dedos de Clara, aunque débiles, se movieron en respuesta a su contacto. —Вона… вона
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