La noche había caído pesada sobre la carretera vieja. El Motel Los Pinos se levantaba al borde del camino, discreto, con un letrero de neón que parpadeaba a medias. Era uno de esos lugares olvidados, donde nadie hacía demasiadas preguntas y donde los secretos podían sobrevivir entre paredes húmedas y sábanas baratas.
Los vehículos negros llegaron uno tras otro, silenciosos como depredadores. Las luces se apagaron antes de estacionar. De los autos descendieron hombres altos, de piel blanca, hombros anchos, trajes oscuros. La penumbra los hacía parecer aún más intimidantes. Su porte militar y su silencio helaban la sangre a cualquiera que los viera. Nadie en ese motel se atrevió a asomarse por las ventanas.
Mykola el tío de Mateo avanzó al frente, sus ojos color miel fijos en la entrada. A su lado, Mateo sentía que el corazón le golpeaba el pecho con una fuerza insoportable. Sus manos sudaban, y cada respiración le quemaba los pulmones. Sabía que estaba a segundos de enfrentar al ho