Lena pasó el día con una incomodidad extraña, imposible de ubicar. No era hambre ni cansancio, ni siquiera esa ansiedad que ya le era familiar. Era algo más profundo: un ardor sordo, una brasa escondida bajo la piel. Se tocó disimuladamente por debajo del abrigo. La zona estaba caliente, hipersensible, como si ahí ocurriera algo que su mente todavía no alcanzaba a nombrar.Trató de ignorarlo. Se repitió que eran nervios, estrés acumulado, cualquier explicación racional que la ayudara a no pensar demasiado. Pero a medida que las horas avanzaban, la molestia crecía, insistente, como si quisiera reclamar un lugar en su conciencia. La ciudad seguía su curso habitual —cláxones, voces, pasos apresurados—, pero Lena se sentía desfasada, como si caminara en un escenario al que ya no pertenecía del todo.Al atardecer se detuvo frente a un escaparate y vio su reflejo. La imagen le devolvió unos ojos demasiado abiertos, fijos, como si estuviera viendo a otra persona. Un escalofrío le recorrió la
Ler mais