na caminaba sin rumbo fijo, dejando que la ciudad la arrastrara como una corriente silenciosa. Las calles estaban llenas de esa luz tibia y quebradiza de las tardes intermedias, cuando el sol ya no quema pero todavía se resiste a ceder. Pasaba frente a escaparates, esquivaba gente absorta en sus pantallas, cruzaba calles sin recordar cómo había llegado allí. Su cuerpo avanzaba por inercia; su mente, en cambio, seguía atrapada en la maraña invisible que la rodeaba desde hacía semanas.Ana lo había notado —por supuesto que sí—. En la oficina, entre correos y conversaciones triviales, le había lanzado esa mirada suya, mezcla de curiosidad y alerta, que siempre la desarmaba.“Después hablamos”, dijo en voz baja, como si intuyera que cualquier palabra más alta podría romper algo frágil. Lena asintió sin pensarlo. Y allí estaba ahora, rumbo a su encuentro, con esa promesa suspendida como un hilo invisible sobre la tarde.La cafetería quedaba en una esquina tranquila, con toldo verde y luces
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