El sol caía a plomo sobre sus cabezas. El desierto se extendía como un océano de arena y piedra, sin sombra ni refugio. Cada paso levantaba polvo que se pegaba a la piel, a la ropa, a la garganta reseca.Eva sentía los labios partidos, pero no soltaba la mochila ni un segundo. La carpeta, aunque pesada, era lo único que la mantenía en movimiento. “Vale más que mi vida”, pensaba, repitiéndolo como un mantra.Luca caminaba a su lado, atento, buscando siempre el horizonte con mirada de cazador. Santiago, en cambio, parecía conocer cada curva del terreno, cada duna, cada roca. Marina apenas aguantaba, tropezando de vez en cuando, con lágrimas secas en los ojos.—Agua —murmuró con voz quebrada.Luca le pasó su cantimplora.—Bebe despacio. No sabemos cuánto falta.Santiago señaló hacia el oeste.—Si mantenemos el ritmo, al anochecer deberíamos estar cerca de una vieja estación de contrabandistas. Ahí podremos descansar.Eva lo observó con atención.—Hablas como si hubieras hecho este camino
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