La madrugada en la casa de Santiago era inquietante. Cada tanto, el ruido metálico de un candado, el murmullo de guardias hablando entre sí, o el crujido de las botas contra la grava interrumpían el silencio. Eva despertó varias veces, convencida de que alguien los observaba a través de las cámaras.
Al amanecer, Santiago los reunió nuevamente en la sala de mapas. Su mirada era más dura que la noche anterior, como si hubiera tomado una decisión durante esas horas de insomnio.
—Hoy iremos a Santa Esperanza.
Luca se tensó.
—¿Así, de golpe?
—No hay otra forma —replicó Santiago—. Si esperan demasiado, V-17 cambiará de guarida. Mi gente reportó que alguien de su círculo fue visto en la ciudad anoche.
Eva sintió una oleada de adrenalina. Santa Esperanza. Ese nombre ya no era solo un punto rojo en un mapa: ahora era el epicentro del peligro y la promesa de respuestas.
Briggs encendió un cigarro, nervioso.
—Será una trampa. Lo saben, ¿verdad?
Santiago sonrió con cinismo.
—Todo en este juego es