Los motores rugían cada vez más cerca. Eva podía sentir cómo las vibraciones recorrían el suelo de la cabaña. No eran simples camionetas: parecían vehículos militares.
—¿Cuántos vienen? —preguntó, con la voz quebrada.
Luca observó por una rendija en la ventana.
—Al menos cuatro camionetas… y no parecen del cartel.
Briggs se acercó y soltó una maldición.
—No son narcos. Son hombres del gobierno.
Santiago apretó los dientes.
—Ya lo suponía. La red no iba a dejar que la carpeta se nos quedara.
Eva sintió un escalofrío. Si era cierto, lo que tenían en las manos ya no solo comprometía a criminales, sino a instituciones oficiales.
—Tenemos que salir antes de que nos rodeen —dijo Luca, con voz firme.
—¿Cómo? —preguntó Eva, desesperada.
Santiago respondió con calma:
—Por detrás del bosque. Hay un sendero que conduce al río. Si nos movemos ahora, quizá podamos ganar tiempo.
Apagaron todo rastro de luz y salieron de la cabaña en silencio, con Marina entre ellos. La noche aún no se había despeja