El beso los había consumido como una chispa sobre pólvora, pero Alejandro fue el primero en reaccionar. De pronto, la conciencia le golpeó como un puñetazo en el pecho. Se apartó bruscamente, respirando como si hubiera corrido una maratón, la mirada fija en el suelo, la mandíbula rígida.—Maldita sea… —murmuró, apenas audible.Isabel, todavía temblando, sintió cómo el calor en su cuerpo se convertía en hielo.—¿Maldita sea? —repitió con una risa rota, burlona—. Claro, porque besarme es un pecado, ¿no? El gran Alejandro Castillo no puede mancharse con una simple madre sustituta.Alejandro levantó la vista, sus ojos grises ardiendo.—No juegues conmigo, Isabel. No sabes lo que estás provocando.—¿Provocando? —ella dio un paso hacia él, con la barbilla en alto—. Yo no te busqué. Eres tú quien entra aquí, me encierra, me besa y luego actúa como si yo fuera el problema.Alejandro avanzó de un salto, atrapándola contra la pared, una mano firme en su cintura, la otra apoyada junto a su rostr
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