La madrugada cayó sobre él como un golpe seco. Alejandro abrió los ojos de repente, sin saber qué lo había despertado. La habitación estaba envuelta en una penumbra azulada, apenas iluminada por el resplandor lejano de las luces de las farolas del exterior que se filtraba por las cortinas. El silencio era tan denso que podía escuchar el propio latido de su corazón.
Se incorporó despacio, cuidando de no despertarla. Isabel dormía a su lado, recostada de medio lado, con una pierna apenas cubierta por la sábana. Su respiración era tranquila, casi inocente.
La cubrió por completo con la sábana.
Aun en la oscuridad, podía distinguir el perfil suave de su rostro, la curva de sus labios, la línea perfecta de su cuello. Y entonces, como una ráfaga, los recuerdos de las horas anteriores le golpearon con una violencia brutal: su piel ardiendo bajo sus manos, el sonido de sus gemidos, la forma en que ella se había entregado sin reservas.
Alejandro tragó saliva, sintiendo un calor extraño subirle