Alejandro llegó a la mansión como quien regresa a un refugio que, esa noche, le parecía tan acogedor como una trampa. La puerta se abrió sin ceremonia; el recibidor seguía iluminado a media luz, las flores de la mesa olían a almizcle y servían de pantalla para el despliegue: cuadros de familia, esculturas sobrias, una alfombra que amortiguaba los pasos.
Él cruzó el salón con la chaqueta colgando del hombro, el gesto endurecido por la prisa y por la necesidad de no pensar demasiado. Había puesto en marcha mil excusas durante el trayecto, pero ninguna le gustaba; ninguna le parecía lo bastante pulcra para mitigar el desastre que presentía.
Valentina estaba sentada en el sofá del salón, la figura erguida, perfecta, envuelta en una bata ligera. Había elegido quedarse despierta. No por superstición ni por capricho: porque intuía que algo se le escapa