La jornada había transcurrido con la pulcritud fría de siempre: presentaciones, gráficos que ascendían en barras azules y verdes, y la cadencia ritual de ejecutivos que asienten porque saben mover cifras. Alejandro estuvo en la sala de juntas como un capitán en cubierta: escuchó la exposición de su vicepresidente, cruzó observaciones puntuales, clavó una pregunta que desarmó una objeción y, cuando tocó el turno de los japoneses, cultivó la sonrisa templada que abría cajas fuertes y acuerdos. Por fuera, la reunión fue un triunfo medido; por dentro, su cabeza estuvo en otro sitio desde la primera diapositiva.
Al final del encuentro, entre aplausos que olían a negocios cerrados, se permitió un gesto: apretó la mano del presidente japonés, dijo unas palabras en inglés que sonaron sinceras, y se fue con la calma de quien ha metido un balón en la portería. Subió al despacho con la sensación de haber cumplido, aunque algo en su pecho no se acomodara. Cerró la puerta, aflojó la corbata, se sir