Había una sombra pegada al vidrio oscuro de un sedán negro aparcado dos calles más allá del edificio. No era una sombra casual: era un hombre sentado erguido, la nuca apoyada en el reposacabezas, los dedos entrelazados sobre el volante como si sostuviera una idea demasiado pesada.
Vio a Alejandro bajar por la escalinata del edificio: la chaqueta colgando con descuido, la corbata casi floja, pasos largos que dieron la sensación de que quería huir de sí mismo tanto como de aquel lugar. Lo observó cruzar la acera, encender el motor de su auto y detenerse un instante mirando el celular. La mano del hombre en el sedán apretó el volante hasta entumecerle los nudillos; conocía aquel gesto, sabía que cuando un hombre así vacilaba era porque algo—o alguien—le había tocado un nervio.
Tomó su propio teléfono con la calma de quien ha ensayado la rutina mil veces y marcó un número sin mirar. La pantalla del móvil proyectó un brillo frío en su cara. Al otro lado la línea arrancó con un carraspeo, u