Transcurrieron dos semanas que, a simple vista, parecieron normales para cualquiera que observase la vida de Alejandro desde fuera: reuniones, llamadas, viajes relámpago, firmas en documentos con sellos y nombres que abrían puertas. Pero bajo esa fachada de ejecutor implacable, su cabeza no dejó de orbitar en torno a otra cosa: Isabel.
En la oficina trabajó con la misma intensidad de siempre; presidió juntas con la verticalidad de quien controla imperios, rechazó propuestas menores y aprobó inversiones millonarias. Sin embargo, hizo llamadas a Lorenzo casi todos los días; exigió detalles: qué había comido, si había salido al jardín, si la ropa de cama olía a lejía o a perfume. Lorenzo respondió con la discreción de quien ha sabido guardar secretos demasiado tiempo; reportó puntualidades, protocolos cumplidos y que Isabel estaba “bien atendida”. Las respuestas le llegaron como pequeñas correcciones de rumbo, pero no lograron acallar la inquietud que le rozaba la nuca.
Aun así, Alejandr