El castillo había aprendido a respirar distinto desde que Emma llegó. Las ventanas, antes cerradas, amanecían entreabiertas; las cortinas dejaban pasar franjas de luz; y en el patio, donde solo crecían sombras, ahora había hileras de flores jóvenes con nombres que Daniel repetía en voz baja, como si fueran conjuros: “lavanda, romero, alhelí”. La casa, sin embargo, volvió a encogerse cuando Isabela reapareció con su discreto séquito: un chofer, una dama de compañía que nunca hablaba, y dos maletas de cuero color vino. Su perfume de gardenias llegó antes que ella.—Qué cambiado está todo —dijo al cruzar el zaguán, los tacones marcando el paso sobre el mármol—. O quizá es que ahora hay… más colores.La sonrisa no le tocó los ojos.Emma venía del jardín con Daniel de la mano. Se detuvo al verla. El niño, como si presintiera la rigidez en el aire, apretó los dedos alrededor de los suyos.—Buenas tardes —dijo Emma, con cortesía sencilla.—Buenas tardes —replicó Isabela, deteniéndose a obser
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