La mansión estaba en silencio, un silencio pesado, casi opresivo, roto únicamente por el sonido de una respiración agitada y el golpeteo constante de un reloj de pared. Afuera, la lluvia continuaba cayendo con furia, como si quisiera lavar con su estruendo el veneno acumulado en aquellas paredes.Isabela estaba sentada en uno de los sofás de terciopelo rojo, con la espalda recta pero los hombros cargados como si pesaran toneladas. Frente a ella, un vaso de vino medio vacío descansaba sobre la mesa de cristal. Sus dedos largos y cuidados jugaban con el borde del cristal, girándolo lentamente, como si buscara en ese movimiento hipnótico una respuesta que jamás llegaba.Su hermano, Esteban, estaba recostado en un sillón frente a ella. Su rostro aún mostraba las marcas de los golpes de Mateo: un labio partido, un ojo amoratado, el pómulo hinchado. Pero lo que más dolía de ver en él no eran las heridas visibles, sino el rencor que lo devoraba desde adentro, haciendo que su mirada pareciera
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