La Torre Haneul, ese coloso de cristal y acero que se alzaba orgulloso sobre el horizonte de Seúl, nunca había parecido tan asfixiante para Kang Ji-woo. Cada mañana, al subir por el ascensor privado que la llevaba directamente al piso ejecutivo, sentía un nudo en el estómago, una mezcla de anticipación y temor. Desde aquel roce de manos, desde que Jae-hyun había erigido esa barrera invisible de distancia, la oficina se había transformado en un campo minado emocional. El aire entre ellos era denso, cargado de todo lo que no se decía. Los pasillos, antes simples conductos para llegar de un punto a otro, se habían convertido en escenarios donde cada encuentro casual, cada cruce de miradas, se sentía como una escena de un drama silente. Ji-woo se esforzaba, con una disciplina casi militar, por mantener una fachada de profesionalismo inquebrantable. Su espalda siempre recta, sus movimientos precisos, su voz neutral. Respondía a las órdenes de Jae-hyun con la eficiencia de costumbre, pero s
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