El amanecer llegó con un aire distinto. La ciudad aún vibraba con la noticia del día anterior: la mujer que todos creían muerta había regresado y, con ella, un eco de esperanza. Desde la ventana de la pensión, se escuchaban voces, pasos apresurados, vendedores de periódicos anunciando titulares. Isadora abrió los ojos lentamente. El murmullo constante la mantenía alerta. Se levantó, caminó hasta el pequeño baño al final del pasillo y, como cualquier persona en un día cualquiera, atendió sus necesidades. Se lavó las manos con jabón de olor sencillo, se enjuagó el rostro con agua fría y se miró en el espejo empañado. Aquella rutina normal, casi trivial, era lo que le recordaba que seguía siendo humana en medio de la tormenta. De regreso en su habitación, Gabriel la esperaba con una taza de café caliente. —Hoy no serás solo un rostro en periódicos —dijo él con voz serena—. Hoy contarás tu verdad. Ella asintió, tomando un sorbo del café que le calentó el cuerpo. Luego desayunó un peda
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