El regreso desde el tribunal fue, esta vez, una celebración contenida. Nadie se empujó. Nadie perdió la compostura. La ciudad se comportó como lo que había sido desde que la verdad empezó a arraigar: un cuerpo que cuida. A la entrada de la pensión, se improvisó un pasillo de honor. Los representantes de Liria se adelantaron y saludaron con respeto a Isadora, que devolvió el gesto con una serenidad casi antigua. Dentro, el pequeño vestíbulo olía a pan y a sopa. Nala había preparado una olla grande que humeaba sobre la mesa. Ella misma sirvió cuencos para todos, sin discursos. En torno a esos platos sencillos se sentaron Isadora, Gabriel, Clara, Elías, Sahira y dos diplomáticos. Comieron en calma, como quien entiende que la victoria no admite estridencias, sino memoria. —Hoy —dijo Clara, luego de un sorbo de agua— el expediente cambió de sitio. Pasó del terreno de la sospecha al terreno de la certeza. Y la certeza es un camino de ida. —Lo siguiente —añadió Elías— será ejecutar la res
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