La pensión donde se refugiaban olía a madera húmeda y a sopa vieja, pero les ofrecía lo que más necesitaban: anonimato. Isadora se mantenía la mayor parte del día oculta, con bufanda cubriéndole el rostro y un vestido sencillo de campesina, lo suficiente para pasar desapercibida entre los barrios humildes.
 Elías había instalado un pequeño espacio en la habitación para revisar documentos, mientras Nala y Sahira se turnaban en guardia. Gabriel recorría las calles cada mañana, mezclándose con jornaleros, estudiando rutas y rostros, analizando qué tanto había cambiado la ciudad durante su ausencia.
 Isadora sabía que no podía permanecer inmóvil. El mundo la creía muerta, pero esa era su ventaja: en la oscuridad podía empezar a tejer una red que la respaldara cuando finalmente decidiera reaparecer.
 La primera jugada fue identificar a alguien en los medios que pudiera ser un punto de entrada. Gabriel había mencionado a Adrián Sanz, un periodista conocido por desafiar narrativas oficiales