La mañana amaneció con una neblina baja que hacía brillar de plata los adoquines. Desde la ventana de la pensión, Isadora observó a los barrenderos empujar el agua hacia las alcantarillas y a los primeros vendedores acomodar sus cajones de fruta. Gabriel le alcanzó una taza de café.
—Hoy Clara intenta abrir el registro —dijo, sin adornos.
Isadora asintió. Apretó el broche de lirio, oculto bajo la blusa campesina que seguía usando para moverse sin llamar la atención.
—Si lo logra —respondió—, tendremos el hilo del que tirar para deshacer todo el tejido.
Clara Estévez llegó al edificio municipal antes de que el reloj del atrio diera las ocho. Saludó con un gesto a los dos guardias y entró por el pasillo de funcionarios. El aire olía a papel antiguo, a tinta y a barniz. En su cartera llevaba dos cosas que pesaban más que cualquier legajo: una carta de autorización genérica firmada por el secretario de gobierno —consentida la víspera con pretexto de «auditoría rutinaria»— y el valor intan