La noche había sido corta. El bullicio en las calles, los cánticos de apoyo y las vigilias improvisadas frente a la pensión apenas le permitieron descansar. Aun así, Isadora abrió los ojos al amanecer con una extraña calma en el pecho.
 Se levantó despacio y caminó hacia el pequeño baño de la pensión. Encendió la luz tenue y se miró en el espejo empañado. Como cualquier mujer, atendió primero sus necesidades, luego se lavó las manos con jabón barato y se enjuagó el rostro con agua fría. Aquella rutina simple le devolvía la sensación de ser humana en medio de un torbellino.
 De regreso a la habitación, Gabriel ya estaba despierto, revisando la ventana con mirada alerta.
 —El día será largo —dijo él, ofreciéndole una taza de café caliente.
 Isadora sonrió con cansancio y se sentó en la mesa. Tomó un pedazo de pan duro con un poco de queso fresco que Nala había conseguido en un mercado cercano. Masticó despacio, saboreando la sencillez de la comida. Era la primera vez en años que no le s