El amanecer en la ciudad tenía un sonido diferente al del bosque. En vez de ramas crujientes y aullidos lejanos, se escuchaban los pregones de los vendedores, el golpeteo de las ruedas en los adoquines y el murmullo constante de la vida urbana. Isadora abrió los ojos en la pequeña habitación de la pensión, con el corazón palpitando fuerte. Cada día que pasaba bajo el disfraz de campesina era una prueba de paciencia, pero también una oportunidad para prepararse.
 Gabriel ya estaba en pie, revisando la ventana con cautela. Elías escribía en un cuaderno, repasando notas de los documentos hallados en la cueva, mientras Nala calentaba un poco de café en una olla vieja. Sahira, como siempre, se mantenía de guardia cerca de la puerta.
 —Hoy daremos un paso más —dijo Isadora mientras se ajustaba la bufanda que le cubría el rostro—. Ya tenemos al periodista y al banquero. Falta alguien que pueda abrirnos camino en los despachos, alguien que sepa moverse en la política.
 Gabriel la observó con