La luz del amanecer entraba tímida por las cortinas raídas de la pensión. Isadora abrió los ojos despacio, como si su cuerpo todavía no terminara de aceptar el peso del día que estaba por comenzar. Se quedó unos segundos mirando el techo de madera, escuchando los ruidos propios de la ciudad despertando: pasos en el pasillo, el murmullo de voces lejanas y el goteo constante de una tubería.
  Se incorporó lentamente. El cuarto era pequeño, pero limpio. Sobre una silla esperaba la ropa que Sahira había dejado lista la noche anterior: un vestido sencillo de tela oscura, un abrigo discreto y una bufanda que, una vez más, cubriría parte de su rostro hasta que llegara el momento de descubrirse frente al mundo.
  Antes de vestirse, caminó descalza hacia el pequeño baño compartido al final del pasillo. Abrió la puerta con cuidado, comprobando que estuviera vacío. El espejo estaba empañado por la humedad, la loza gastada mostraba el paso del tiempo, y un olor a jabón barato llenaba el aire. Se