Anya caminaba con paso firme por los pasillos laterales del ala imperial, los que no estaban cubiertos por alfombras ceremoniales ni flanqueados por grandes retratos de reyes muertos. Su cuerpo ardía con una mezcla de ansiedad y resolución. La carta, la llave, el hombre sin nombre que seguía a Marzanna: piezas inconexas que ahora empezaban a formar una figura inquietante.
Y en el centro de esa figura: Elian.
No podía seguir en silencio. No después de lo que había leído. No después de la llave depositada en su puerta. Y no con la certeza de que la verdad estaba enterrada justo debajo de las baldosas del palacio que él decía despreciar.
Lo encontró en la galería norte, donde los ventanal