Luciano se levantó de golpe, derribando la silla en su movimiento violento, haciendo caso omiso a las advertencias de su abogado. —¡Mientes! —rugió con su voz llena de rabia y miedo, como un animal acorralado que se defiende con desesperación. —¡Señor Moreau, siéntese de inmediato! —ordenó el juez, golpeando el mazo con fuerza. Luciano se detuvo, respirando agitadamente, con las manos temblorosas y el rostro desencajado, pero obedeció mientras Duval lo empujaba suavemente hacia su silla, obligándolo a sentarse de nuevo para evitar un desastre mayor. Su mirada lanzaba dagas hacia Sara, quien permaneció erguida, inmutable, sin siquiera parpadear ante la amenaza muda de aquel hombre, sosteniendo su postura con una entereza que sorprendió a muchos presentes. Sara tomó aire profundamente y alzó la voz, su mirada fija en el juez y en toda la sala. —Todo lo que he dicho es la verdad, su señoría. He grabado cada ocasión en la que Luciano e
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