El teclado de mi computadora se ha convertido en una almohada incómoda. Mis párpados pesan como plomo, y la pantalla sigue encendida, mostrando el modelo 3D de un hotel que ya he revisado tres veces. No sé qué hora es, pero el edificio está tan silencioso que puedo oír el zumbido lejano del refrigerador en la cocineta. Entonces, un olor. Cítrico y madera. Mi cuerpo reacciona antes que mi mente. Algo dentro de mí se tensa, alerta, como si cada célula reconociera esa fragancia incluso antes de que yo pueda procesarla. —Camila. La voz es grave, cercana. Demasiado real para ser parte de mis sueños. Mis ojos se abren de golpe. Jesús está inclinado sobre mí, su rostro a apenas unos centímetros del mío. La luz tenue de la lámpara de escritorio dibuja sombras bajo sus pómulos, acentuando la línea de su mandíbula, perfectamente afeitada. Lleva un traje que no reconozco—azul noche, impecable—y su corbata está ligeramente desajustada, como si se la hubiera quitado y vuelto a poner
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