La fiebre no cedía, implacable como una maldición que ningún remedio podía quebrar: ni los brebajes de raíz amarga preparados por el sanador mayor, cuya experiencia no alcanzaba para explicar el ardor que devoraba su cuerpo desde dentro; ni las plegarias susurradas día y noche por los clérigos que velaban en las sombras del templo real, convencidos de que la voluntad divina aún podía interceder; ni las vendas húmedas que, una tras otra, se renovaban con desesperación en un intento inútil por robarle al fuego el dominio sobre su piel.Nada lograba arrancar al príncipe Leonard de las garras del mal que lo había tomado por asalto sin previo aviso. El heredero de Theros, aquel que había cabalgado como un dios en los torneos de primavera, ahora yacía entre sábanas empapadas, murmurando nombres que solo el silencio parecía comprender. Su piel, antes dorada por el sol, estaba pálida como la cera. Su pulso, apenas un susurro bajo la piel.Y la reina Isolde, por primera vez en décadas, se sint
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