La noche se estiraba sobre el castillo como un velo de terciopelo negro, pesado y absoluto. El silencio era espeso, solo quebrado por el lejano ulular del viento contra las almenas. Lady Violeta Lancaster —o mejor dicho, Emma, atrapada dentro de su cuerpo— cerró con suavidad la puerta de su habitación, como si un solo ruido más la delatara ante fuerzas invisibles. Y quizás así era.
Había sobrevivido al día más extraño, más aterrador… y más decisivo desde que abrió los ojos dentro de esta historia. Lo supo apenas la Reina Isolde le permitió salir con vida de su despacho. Lo supo aún más cuando la soberana le ofreció una sonrisa tan fina como una daga.
Había pasado la prueba.
Con pasos lentos y torpes, Violeta se dejó caer sobre la cama sin desvestirse siquiera. El corsé le oprimía el pecho y la garganta como una soga, pero no le importó. Se acurrucó entre las sábanas frías y se permitió cerrar los ojos. Por unos segundos, solo unos pocos segundos… y luego volvió a abrirlos de golpe.
—E