Las decisiones más crueles se tomaban siempre en los corredores silenciosos del palacio, donde el mármol no devolvía ecos y donde las palabras dichas en voz baja podían cambiar el destino de una vida.
—¿Está todo preparado? —preguntó la Reina Madre sin levantar la vista de su copa de vino rojo.
Frente a ella, la mujer delgada, vestida de hábito grisáceo, asintió sin vacilación.
—Sí, majestad. Diré exactamente lo que ordenó. Que la Reina Lysandra fue envenenada. Que fue traicionada. Que usted la silenció poco a poco. Y cuando la niña me pregunte por qué lo confieso ahora, le haré creer que me da lástima. Que quiero que alguien lo sepa. Que ella puede salvar lo que queda.
Isolde se permitió una leve sonrisa, afilada como una navaja.
—Perfecto. No olvides añadir la advertencia. Si llega a repetir una sola palabra de lo que digas… dile que la horca será su única herencia.
—¿Y si no dice nada?
—Entonces sabré que es útil para mí. Que vale más que su juventud y su belleza. Que su lealtad no