La brisa de la tarde se filtraba por los amplios ventanales del ala este del palacio, trayendo consigo el aroma de los ciruelos en flor. A pesar de la belleza exterior, en el corazón del palacio real reinaba el caos disfrazado de orden. Los pasos de los médicos se cruzaban en silencio, las doncellas susurraban con rostros demacrados y los caballeros fingían compostura ante la inminente posibilidad de perder al heredero del trono.
El príncipe Leonard de Theros no solo yacía en su lecho enfermo. Se consumía. Día tras día, hora tras hora, la fiebre había convertido su cuerpo en una sombra febril de lo que solía ser. Y en medio de los delirios, su boca, apenas húmeda, solo repetía un nombre:
—Violeta… Violeta…
Los médicos hablaban de un colapso interno, de una dolencia que avanzaba más allá de la medicina. No era solo su cuerpo lo que se rendía; parecía como si su alma misma se negara a permanecer.
La reina Isolde, mujer de hielo y voluntad de acero, había soportado días enteros sin cambi