El aire en la habitación era denso, casi irrespirable. Todo le resultaba demasiado silencioso, demasiado limpio. La ausencia de ruido, de voces, de peligro, era en sí misma un abismo. Necesitaba moverse. Hacer algo. Comprobar que el mundo real seguía girando. Que no estaba atrapada en otra capa de ficción.Se dio una ducha larga, observando su reflejo en el espejo empañado. La mujer que la miraba tenía los mismos ojos… pero no la misma mirada. Ya no. Había envejecido en el alma, había sangrado por amor, había muerto por lealtad. Y sin embargo, allí estaba, en su cuerpo de siempre, intacta por fuera, pero desgarrada por dentro.Vestirse fue un acto automático. Jeans, suéter, su abrigo favorito color mostaza. Lo necesitaba, no por el frío, sino como un escudo entre ella y la ciudad. Se envolvió en su bufanda gris, tomó su cartera, y antes de salir, lanzó una última mirada al libro, como si esperara que éste le diera permiso para cruzar la puerta.Las calles de Nueva York la recibieron c
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