Las noches eran cada vez más silenciosas en el castillo de Theros, no porque el viento hubiese cesado, ni porque los cuervos ya no merodearan en los aleros, sino porque el corazón del príncipe Leonard se había convertido en una prisión de sombras. Desde la pérdida de lady Violeta Lancaster, nada era igual. El palacio entero parecía contener el aliento cada vez que él pasaba, y aunque las paredes de mármol aún relucían bajo la luz de las antorchas, todo parecía marchito, como si el luto hubiera cubierto con su velo la tierra misma. El príncipe ya no cabalgaba al amanecer, no atendía audiencias ni se sentaba en el consejo. Sólo tenía un destino cada noche: los aposentos que habían sido de ella.
Desde el día de la tragedia, Leonard había hecho suyas esas habitaciones. Al principio, entró empujado por una rabia desesperada, buscando pistas, respuestas, o incluso algún perfume suyo en las sábanas. Pero al pasar las horas, y los días, los sirvientes comprendieron que aquel lugar ya no le pe