El altar, que hasta hace apenas unos instantes era un escenario sagrado de júbilo, esperanza y unidad, se había transformado en una escena muda de tragedia. Todo ocurrió tan rápido que la realidad tardó en comprenderlo. Los vitrales seguían proyectando colores sobre el mármol blanco, los músicos aún sostenían sus arcos congelados en el aire, y los invitados, cubiertos de elegancia y perfumes caros, mantenían rostros petrificados como estatuas sin aliento. Nadie gritó. Nadie se movió. El tiempo pareció asfixiarse, suspendido en esa imagen dantesca donde la belleza del día se manchó con el rojo de la muerte.El príncipe Leonard, vestido con su uniforme ceremonial bordado en hilos de oro, permaneció inmóvil. Su espalda erguida, su mentón alzado, su porte inquebrantable… se quebró. Se quebró en lo invisible, en lo profundo, donde solo los que han amado de verdad conocen la magnitud del dolor. Su mirada, antes serena, se tornó salvaje. No entendía. No aceptaba. No quería creer lo que sus o
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