La noche cayó con una lentitud cruel sobre el reino. Cada rincón del castillo parecía respirar tristeza. No había celebraciones, ni música, ni el bullicio habitual de las cortesanas. Incluso los criados caminaban con pasos silenciosos, casi temerosos de perturbar la atmósfera de luto que envolvía a todos como un sudario invisible.
El príncipe permanecía en los aposentos que una vez compartió con Violeta, sentado en una poltrona junto al ventanal abierto. El viento arrastraba cortinas de terciopelo como si fueran velos de fantasmas, y en el aire flotaba ese perfume suave que ella solía llevar: un leve rastro de lavanda, mezclado con el recuerdo. El reloj de arena que ella le había regalado seguía sobre la repisa, detenido. Como su corazón.
No había dormido. Ni una sola hora. Su ropa estaba arrugada, su barba crecida, y su mirada se perdía entre el bosque oscuro que podía verse a lo lejos. En ese lugar, tan lejos de todo lo que era cómodo, allí fue donde la vio por última vez. Viva. Fue