El silencio había invadido el castillo como una niebla pesada e interminable. Ni los heraldos se atrevían a dar órdenes, ni los soldados osaban entrenar en el patio como de costumbre. Incluso el viento, que solía jugar entre las torres de piedra, parecía haberse detenido, respetando el luto que caía como un sudario sobre las tierras de Valdaria.
El príncipe Alexander caminaba en soledad por los jardines internos del castillo, los mismos que ella había recorrido alguna vez riendo entre los rosales. Sus pasos eran lentos, arrastrados, como si con cada movimiento sus huesos recordaran el peso de la pérdida. Apretaba los puños hasta clavarse las uñas en las palmas. No había lágrima que le diera descanso. No había sueño que no se convirtiera en pesadilla.
Todo le sabía a ella.
Todo dolía con su nombre.
Desde que el cuerpo de Violeta había sido depositado en la cripta real, cubierta por un manto bordado en hilos dorados, Alexander no había vuelto a dormir en su habitación. Se había refugiad